lunes

Hombres con Efecto



Por muchos años vivió en Mile End hasta el día en que se sintió desterrado, entre otras cosas, a causa de este frío polar del demonio.

No se qué sentido gastado tenía para él la palabra amistad, pero por lo menos yo, y un puñado más, lo considerábamos como tal y hubiéramos querido ir a la estación para acompañarlo y decirle hasta pronto compañero, espero algún día volverte a ver por ahí, si no en este mundo en el otro, y palmear su gruesa espalda con afecto. Nadie aquí para recibirlo cuando arribó; tampoco nadie estuvo para cuando hubo partido. Creerlo muerto era una opción, pero la muerte entonces era inconcebible y supusimos, mejor, que, hartado de Mile End, simplemente había marchado con su backpacker al hombro, la misma pinta grisácea, su poblada barba blanca de copos de nieve... quizá, rumbo al sur...

Me dijo un día que había leído una tarde triste un cuento de Quiroga y había sentido que él era como uno de esos tipos que parecen como bolas de billar tacadas con efecto: aquellos que al tocar banda toman los rumbos más inesperados. Así fue que desapareció, como suelen hacerlo los hombres con efecto. Y tal vez por eso no le guardé ningún rencor, no como quienes se sintieron traicionados, aunque en el fondo todos presentimos tal final, además, semanas después poco volvió nombrárselo y rara vez alguien me preguntó oye, qué será de la vida del Viejo, se ha comunicado contigo, has vuelto a saber algo de él?

Rondaba los 30 y tantos pero le decíamos el Viejo, no porque su apariencia joven y robusta fuera expresión del desagravio propio de los años (bueno, a veces se presentaba con la desfachatez que puede esperarse de una personalidad compleja como la suya), sino porque se refería a cualquiera persona anteponiendo un “viejo/a” a los nombres propios, viejo Csar, me llamaba a mí. Un día, borracho como era inusual en él, me estrechó la mano, y aunque pareció titubear, me dijo viejo Csar eres un tipo con efecto, y acto seguido me pidio que le permitiera considerarlo su mejor amigo en este "helado puto pueblo". Deliraba, pues en verdad ninguno de nosotros sabía qué sentido tenía para él la amistad.

Hablábamos mucho del Viejo entre nosotros, y buscábamos la manera de contactarlo (pues nunca se hizo a un móvil a pesar de nuestra insistencia), bien para que nos hiciera compañía en las juergas, bien para que fuera nuestro respaldo en cualquier altercado callejero, o bien para las noches específicamente dedicadas a la caza de mujeres. Su cuerpo era una sola presencia, era, y debe seguir siendo, un sujeto atractivo, para hombres y mujeres, no obstante algo pasaba con su envidiable fluido sexual. Nunca habló mucho de su pasado y tampoco yo nunca le pregunté. Hablaba de las mujeres con desinterés, y estaba harto de la cantidad de mariquitas que circulan por las calles de Mile End. Cuando tomaba era posible que se tornara hablador, pero entonces prefería la filosofía, la literatura, el cine, y no las babosadas que por lo general eran blanco de nuestra discusión.

Es fácil imaginar que el Viejo partió con esa misma vieja maleta de caminante empedernido, con ese mismo sucio maletín para su portátil, ese aparatito que apreciaba tanto y que rara vez dejaba en casa solitario; ni aún en los viajes más largos que juntos emprendimos abandonó nunca su cajita de herramientas.

Qué será del Viejo. Sé que algún día entrará a esta página solo por comprobar si por fin he salido del coma profundo, y quizá ni se sorprendera al ver lo escrito con lo difícil que es sorprenderlo con algo. Sé que no llamará ni escribirá, el Viejo cabrón, pero sabe que nunca reprocharé su silencio.

Es una lástima que de él solo quede con nosotros esta foto en sombras.